Las Santas Escrituras no recuerdan que “Dios ha derramado su amor en nuestro corazón por el Espíritu Santo que nos ha dado” (Romanos 5: 5).
El Tiempo de Pascua – esta vez uno diferente que cualquier otro en nuestra memoria- termina mientras la Iglesia celebra la Solemnidad de Pentecostés, conocido tradicionalmente como “el cumpleaños de la Iglesia”. Antes de volver a su Padre, en el Evangelio según San Juan, Jesús prometió que enviaría al Espíritu Santo a quienes creían en Él (Juan 7:39); que pediría al Padre darnos otro, al Abogado, quien estaría con nosotros siempre – el Espíritu de la Verdad (Juan 14: 16-17); que no nos dejaría huérfanos: “No los voy a dejar huérfanos; volveré a ustedes” (Juan 14: 18), cuando llega el Espíritu, “los guiará a toda la verdad” (Juan 16: 13). Cuando Jesús se ascendió al cielo según el Evangelio de Mateo, proclamó, “Y les aseguro que estaré con ustedes siempre, hasta el fin del mundo” (Mateo 28: 20).
El nacimiento de la Iglesia en Pentecostés, anunciado por Pedro en el Libro de Hechos de los Apóstoles (2: 14-36) y celebrado litúrgicamente 50 días después de la Pascua, cumple las promesas de Jesús y nosotros somos los beneficiarios eternos. El Espíritu Santo, quien procede de – y uno con – el Padre y el Hijo tal como profesamos cada domingo en el Credo, nos ofrece dones y poderes espirituales para vivir la vida cristiana de fe.
El Sacramento de Confirmación es verdaderamente nuestro propio Pentecostés, la ocasión en lo cual los católicos celebramos que recibimos estos dones y poderes. Solo se puede recibir el Sacramento una vez, pero sus efectos, dones y gracia, quedan para toda la vida.
La sabiduría, el entendimiento, el consejo, la paciencia, la piedad, la fortaleza, y el temor de Dios – estos son los “siete dones” que nos ofrece el Espíritu Santo. Los “nueve frutos” enumerados en la Carta a Gálatas (5: 22-23) – amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio- son los poderes que el Espíritu Santo comparte para vivir la vida cristiana.
Leemos en Hechos de los Apóstoles, “Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar. De repente, vino del cielo un ruido como el de una violenta ráfaga de viento y llenó toda la casa donde estaban reunidos. Se les aparecieron entonces unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos. Todos fueron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en diferentes lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse” (Hechos 2: 1-4). ¡Qué momento más extraordinario tenía que ser!
El Espíritu Santo sigue dejando conocer la presencia de Dios en la Iglesia durante todos los momentos de nuestras vidas, entregándonos sus dones, fortaleciendo a la comunidad de la fe. El Pentecostés es “una experiencia de siempre” que nos conmueve profundamente, llevándonos a “la Verdad” mientras caminemos por la vida. Todavía oramos y cantamos “Ven, Espíritu Santo” porque el Espíritu nos invita de manera seguida a abrir la mente y el corazón para poder discernir los movimientos de Dios en cómo pensamos y sentimos, en lo que deseamos y esperamos, en lo que anhelamos lograr, y en cómo vivimos y amamos en este mundo. Al reflexionar sobre Pentecostés, nosotros quienes “nacimos en el Espíritu” reconocemos – al igual que los Apóstoles en el Aposento – que “el viento sopla por donde quiere” (Juan 3: 8). Entonces, con humildad, nos inclinamos ante el poder del Espíritu Santo de Dios.
En este “cumpleaños de la Iglesia”, Pentecostés, estamos agradecidos por los dones del Espíritu Santo y anhelamos mostrar, de maneras siempre nuevas a través de como vivimos nuestras vidas, el amor de Dios que el Espíritu Santo “ha derramado en nuestro corazón”.